Las periferias de Francia estallan en insurrecciones con causas pero sin proyectos. Las derechas soplan sobre el fuego llamando choque de religiones a lo que es en realidad la rebelión de una clase popular multiétnica que no tiene futuro en el neoliberalismo. Mientras el gobierno proclama el toque de queda, el levantamiento se extiende a Bélgica y Alemania.
Gennaro Carotenuto
En la tarde del 27 de octubre Zyad Benna, 17 años, ciudadano francés con orígenes familiares magrebíes, y Bouna Traoré, 15 años, ciudadano francés con orígenes familiares en las antiguas colonias de África occidental, estaban jugando al fútbol en la calle en Clichy-sous-Bous, el barrio dormitorio donde han nacido. Clichy-sous-Bous no está lejos de Saint Denis, otro barrio dormitorio donde está el estadio que vio triunfar a Zinedine Zidane, ciudadano francés con orígenes familiares magrebíes, en la final del Mundial 1998. Llega la policía. La policía en estos barrios y para estos chicos es una pesadilla. Significa duros interrogatorios, noches en las comisarías y palizas, de los policías o de los padres, o de los dos. Los chicos se dispersan aterrorizados. Huyendo, Zyad y Bouna se refugian en una centralita eléctrica donde mueren electrocutados.
LA CHISPA. Dos semanas después, decenas de miles de jóvenes de decenas de barrios periféricos, desde Marsella hasta el Canal de la Mancha, han quemado al menos 6 mil autos, cientos de autobuses y camiones de bomberos, decenas de escuelas. Miles, al menos 1.550 según el ministro de Justicia, Pascal Clement, han sido arrestados, y 273 fueron enviados a la cárcel. Hay decenas de heridos, entre ellos una mujer minusválida con heridas graves por su dificultad para abandonar el autobús que estaban quemando. Al menos una persona falleció, Jean Jacques Le Chenadec, un anciano golpeado porque intentaba defender su auto. Han aparecido las armas de fuego y varios policías han resultado heridos. Las dos partes, bandas y policías, han intentado evitarse, por lo menos hasta que la alarma social no sobrepasó ciertos límites.
Con la parcial excepción del primer fin de semana, las bandas de casseurs –demoledores, como se definen en francés– ni siquiera han intentado exportar la violencia a los centros de las ciudades, a los barrios acomodados y consumistas de los cuales están excluidos. Usan celulares, blogs, Internet, para destruir aquellos objetos de consumo que desean, pero de los cuales se sienten lejanos. En la mañana del martes 8, el presidente de la República, Jacques Chirac, proclamó el toque de queda. Lo ha hecho sobre la base de la misma ley de 1955 utilizada contra el levantamiento de Argel. En 1955 esa ley limitaba la libertad de prensa. Hoy han sido cerradas varias páginas web y al menos tres personas están actualmente presas por “instigación a la violencia” a través de sus blogs personales.
CHACALES POLÍTICOS. Para los chacales de la política francesa, el olor a sangre que llega desde las periferias es una droga. La ultraderecha, el Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y sus herederos, hablan de guerra civil y aplauden el toque de queda. Intentan evocar el fantasma del complot islámico. Sin embargo, no hay ninguna evidencia de que haya motivos religiosos en el levantamiento. Todo lo contrario: los imanes moderados y radicales llaman a la paz y ni siquiera hunden el cuchillo en el vacío de valores encarnado por el consumismo occidental.
La izquierda está atemorizada. Cosecha votos en las periferias donde proletarios franceses conviven con los franceses hijos de inmigrantes de tercera y cuarta generación. Los intendentes socialistas y comunistas aceptan las medidas para poner fin a la violencia; los únicos con las manos libres son los verdes y los trotskistas.
Los protagonistas políticos son el jefe de gobierno, Dominique de Villepin, y el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy. Este último, cuando los jóvenes estaban indignados por la muerte de los dos chicos y marchaban bajo el lema “Pedimos respeto”, eligió soplar sobre el fuego con la provocación y el insulto. “Escorias, canallas, delincuentes”, son las palabras usadas por el ministro ya desde las primeras horas. Sarkozy compite con De Villepin por la herencia de la presidencia de Jacques Chirac, e intenta pescar en el cauce electoral de Le Pen. Los dos rivales juegan a hacer el policía bueno y dialogante (De Villepin) y el malo y violento (Sarkozy). Sin embargo las cosas han ido demasiado lejos y probablemente sólo la dimisión del mismo Sarkozy (con el fin de sus aspiraciones presidenciales) podrá terminar con un levantamiento que lo identifica como primer enemigo.
¿LIBERTÉ, ÉGALITÉ, FRATERNITÉ? Si las culpas por el deterioro de las periferias –como resultante de la crisis de la ciudad posindustrial– no son todas de Sarkozy, el levantamiento es el fracaso de la sociedad sarkoziana. Ésta mira al modelo económico anglosajón, imponiéndolo bajo el puño de hierro de “la ley y el orden” y poniendo en la mira exclusivamente dos categorías: jóvenes e inmigrantes. Sarkozy –que en la última ley de presupuesto quitó 300 millones de euros a las periferias– no inventa nada. Copia al “izquierdista” Tony Blair que hace dos años impuso el toque de queda a los menores por crímenes tan graves como llevar una campera con capucha.
En los últimos meses la única medida tomada por el ministro frente a la muerte de 52 inmigrantes africanos (entre ellos 29 niños) en cuatro incendios debidos a las malas condiciones de sus viviendas ha sido exclusivamente la de los desalojos forzados y las razias diarias de sans papiers –indocumentados– a la salida del metro para encaminarlos a la expulsión. En la tarde del miércoles 9 anunció en la Asamblea Nacional la expulsión de 120 extranjeros. Es lo que se le pide a un ministro de Interior derechista.
París, más que la estatua de la libertad, es la idea misma de los valores occidentales compartidos. París, con su “libertad, igualdad, fraternidad” es la summa theologica de la presunta superioridad y deseabilidad de estos valores. Sin embargo las ciudades han crecido en círculos concéntricos. En el centro están los más acomodados y el poder. En las cercanías los burgueses. En la época fordista –parece ayer– el tercero y el cuarto cerco eran el cinturón industrial, normalmente rojo, donde el inmigrante, francés o extranjero, conseguía desempeñarse en un proceso de promoción social. Es el “ascensor social” que en nuestra época neoliberal no funciona más. Hoy se prescinde del trabajo asalariado y se ideologizan los recortes salvajes al Estado de bienestar penalizando antes que nada a las periferias. En ellas el desempleo juvenil supera el 50 por ciento y los pocos que trabajan son precarios. Aunque muchos son inmigrantes de tercera o cuarta generación, todos son franceses, hablan perfectamente el idioma, frecuentaron escuelas francesas y ahí consiguieron sus títulos: hasta ahí llega la integración.
En una sociedad fundada en la invitación al consumo, nacieron excluidos en un modelo que ya no tiene ascensor y ni siquiera escaleras para asegurarse un trabajo digno. Los barrios centrales viven como si nada pasara. Lo más significativo es que las bandas ni siquiera intentan salir de sus guetos. No hay una Bastilla para tomar y ni siquiera tiendas de lujo para saquear. Es el suicidio social de una generación. Queman las autos de los padres de sus amigos, las guarderías donde van los hermanos, los gimnasios que frecuentan, los autobuses que los conectan al mundo exterior. Los chicos, en su violencia nihilista, ya no se tragan el cuento vendido durante décadas del ingreso a Francia como ciudadanos. Los padres pagaron precios altísimos pero obtuvieron trabajo y papeles. Los hijos concluyen que no pueden entrar en Francia porque ya no hay ningún camino, autobús o ascensor que conecte las periferias con el país. No son ellos los que cortan las rutas, es el neoliberalismo quien las cortó. Y ahí se quedan, quemando la periferia donde nacieron, sin esperanza ni futuro.
* foto tratte da Bellaciao