Gennaro Carotenuto
Corrían los años ochenta. No había computadoras ni celulares, pero Diego Maradona, con la camiseta 10 del Napoli, estaba realizando uno a uno todos los sueños de mi niñez. Años de reflujo, difíciles para formarse en la vida, en la política y en una cierta manera de entender el periodismo. Sabía ya quiénes eran Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Obdulio Varela, pero no conocía a Alfredo Zitarrosa y estaba aún convencido de que Carlos Gardel había nacido en Toulouse. Iba a dedo por Europa mucho antes de hacerlo por América. Siempre a dedo, a París o a Málaga, un poco por plata y un poco porque sigo convencido de que es una excelente manera de conocer el mundo y a la gente. Era un estudiante de historia de primero o segundo año, casi adolescente, cuando tuve un encuentro que cambió mi percepción del mundo. Creo que estaba en camino de Pisa a Roma, cuando en la autopista me dejó subir un señor -hoy le diría chico, tendría entre 30 y 35 años- gordo, de traje y corbata. Pretencioso de aspecto, pero modesto, y viejo como su auto. Sudaba continuamente por el gran calor, golpeando el aire acondicionado que en otros tiempos sin dudas debe haber funcionado mejor. Se rió de mí y del hecho de que estudiaba historia, y además de América Latina, una región que para él era nada más que Pelé y los travestis brasileños.
Cuando le pregunté qué hacía se puso serio. Trabajo en una multinacional que se ocupa de ?regalos de empresas?, dijo. Yo no entendía bien la diferencia entre un regalo y un ?regalo de empresa?, pero él se jactó de lo fundamental, decisivo, estratégico que era su trabajo para el desarrollo del capitalismo moderno: ?Desde estilográficas de lujo a cajas de champán, o pieles para la señora. O mansiones, con piscina en casos más importantes?. ?Estamos hablando -me dijo bajito y con el aire de quien conoce el mundo- de grandes gerentes, pero más que nada de ministros, jefes de Estado. Estamos en todo el mundo?. ¡Pero eso es corrupción, eso es malo! ?Te equivocas. El bien es todo lo que aumenta el consumo y crea riqueza?.
Mi gordo y sudado soldado del bien me estaba dando una clase de pensamiento único en un momento en el que hablar del ?consumismo? como valor positivo todavía escandalizaba. Surfeaba sobre una ola nueva y sentía -con toda razón- que estaba yendo adonde iba el mundo. No le dije que pensaba que él era un perejil del sistema y que en las casas con piscina a él ni siquiera lo dejarían entrar. Le agradecí cuando, despidiéndome, me regaló una copia del número 1 de ?nuestro nuevo periódico? impreso en un maravilloso papel cuché. Por supuesto se llamaba Regalos de empresas.
En aquellos mismos días, hace mil viernes, al otro lado del océano, nacía BRECHA. Yo todavía no sabía que mis paseos a dedo me habrían de llevar, en el todavía lejano 1997, a Uruguay (y Andes) y a sentirme parte de una casa donde siempre encontré las puertas abiertas, me sentí y me hicieron sentir en mi casa. Me asombra hoy pensar en las vidas paralelas de BRECHA y Regalos de empresas. Veo a estos dos niños crecer, uno en la escuela pública de la vida, otro en prestigiosos colegios privados encerrados en un country. Uno peleando cada aviso, el otro con prestigiosos anuncios de clientes que dan el doble de plata a cambio de escribir el triple en la factura. Uno buscando su lugar en los quioscos y el otro vendido a suscriptores y dejado envejecer serenamente en salas de espera con música ambiental. Nunca se cruzaron, y no por cierto por motivos geográficos. Los dos crecieron con principios y valores inconciliables y para lectores inconciliables. Uno describiendo el mejor de los mundos posibles, el otro ejerciendo, conquistando semana a semana, el derecho al pensamiento crítico. Los dos, en estos 20 años, han navegado sobre el auge y la crisis del neoliberalismo, que a todos ha prometido regalos de lujo. Hoy puede que también aquel gordo, sudoroso y fiel chofer mío enjaulado se vea atrapado en el remolino de la precariedad laboral, indispensable para crear riqueza en nombre del ?bien?.
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