Duró 281 días el gobierno de centroizquierda de Romano Prodi. Frágil en el parlamento, cayó por una emboscada, como ya le sucedió en 1998. Prodi fue incapaz de articular el pacifismo con la alianza con Estados Unidos y la laicidad del Estado con las continuas injerencias del Vaticano.
Gennaro Carotenuto desde Roma
A las 4 de la tarde del miércoles, Romano Prodi entregó su renuncia al presidente Giorgio Napolitano. Apenas una hora y 15 minutos antes su gobierno había obtenido 158 votos en el Senado, dos menos de los necesarios. De la inestable y efímera mayoría –de la que disponía después del muy ajustado triunfo electoral de abril de 2006– se habían abstenido o votado en contra cinco parlamentarios. Dos senadores de la izquierda radical y tres senadores vitalicios que hasta ahora habían garantizado la mayoría al gobierno: el ex presidente Francesco Cossiga, cercano a los servicios del pacto atlántico, Giulio Andreotti, hombre símbolo de medio siglo de vida política y tradicionalmente cercano a las jerarquías vaticanas, y Sergio Pininfarina, empresario y hombre de la Confindustria, la asociación empresarial italiana. Sin embargo, sería superficial buscar en los poderes fuertes, Casa Blanca, Vaticano y empresarios, los verdugos de un gobierno con demasiadas contradicciones en su seno, conformado por una coalición de ex democristianos y ex comunistas, además de todo lo que se podía juntar para echar a Silvio Berlusconi del poder.
EL PACIFISMO IMPOSIBLE. El sábado 17 unas 150 mil personas desfilaron en la ciudad norteña de Vicenza, muy cerca de Venecia. Eran militantes de la izquierda, no necesariamente radical, católicos, pacifistas. Exigían que el gobierno, que todos habían votado, reconsiderara la decisión de autorizar la construcción de la mayor base militar estadounidense fuera de ese país. Para el ministro de Exteriores, Massimo D’Alema, no conceder millones de metros cuadrados para la enorme base hubiese sido “una afrenta sin sentido” al mayor aliado de Italia. A la vez, se debatía la conveniencia de mantener las tropas en Afganistán. El artículo 11 de la Constitución prohíbe la guerra, y todos los gobiernos de estos años han inventado artificios para hablar de “misiones de paz”. El 55 por ciento de los italianos quiere una retirada inmediata. Sin embargo, en el parlamento es evidente que el país real, y la democracia real, coinciden cada vez menos con la política institucional. Mientras tanto, el cardenal Camillo Ruini, gran elector de Joseph Ratzinger y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, anunciaba un documento para forzar a los diputados católicos a votar contra el proyecto de ley sobre las uniones de hecho: casi un anuncio de excomunión y todo un quiebre en las difíciles relaciones entre las dos orillas del río Tíber.
Para la izquierda de la coalición, integrada por dos partidos comunistas, más los Verdes, que representa a un 12 o 15 por ciento de los italianos, la disciplina parlamentaria es difícil de tragar. Cuando D’Alema pidió sus votos para una “política exterior activa”, a pesar de que los partidos de la izquierda radical apoyaron su moción, dos senadores, inmediatamente expulsados por sus grupos, votaron en contra. Como si fuera una emboscada, desde el centro se les unieron los senadores vitalicios que poco antes habían prometido votar junto al gobierno. Y a Romano Prodi, sin suficientes apoyos, no le quedó otra que dimitir.
Ahora se abre una crisis política oscura. Lo más probable es que Napolitano vuelva a encargar a Prodi que intente ampliar su mayoría incluyendo otro micropartido de centro, liderado por un ex aliado de Berlusconi, Marco Follini. Sus tres senadores garantizarían apenas la línea de flotación para el gobierno. Está claro que sería una solución temporal. El desastroso sistema electoral aprobado por la derecha el año pasado para impedir que Berlusconi perdiera “demasiado”, y definido por ellos mismos como “una porquería”, debe ser modificado. Es significativo que la oposición no se atreva a exigir nuevas elecciones en las cuales probablemente triunfaría, pero con un margen en el senado igualmente inmanejable. En este contexto podrían levantar vuelo soluciones que limiten el poder de los pequeños partidos. Son soluciones indigestas para muchos en los dos bandos, que pasarían por una “gran coalición” a la alemana, donde gobiernan democristianos y socialdemócratas.
En Italia se juntarían los dos mayores partidos de centroizquierda y los dos mayores de centroderecha, desde los ex fascistas a los ex comunistas. No hay soluciones fáciles y la política italiana está otra vez empantanada. Y no por culpa de los pacifistas.