Las fuentes oficiales del gobierno iraquí hablan de 430 muertos pero es una estimación que no convence. Sin embargo, la cifra publicada el martes por el diario “The Washington Post”, que sería fruto de chequeos en las morgues del país, muestra una realidad aun más escalofriante; 1.300 muertos, un baño de sangre que puede tener un solo nombre: guerra civil.
Gennaro Carotenuto desde Roma
La mezquita de la ciudad de Samarra, la ciudad “que da gusto ver” y conocida por su buen pasar y sus antigüedades ya no existe. Era la meta de fieles y turistas; en una ciudad donde convivían desde siempre chiitas y sunitas, las dos comunidades se habrían unido en el repudio al atentado. Cincuenta de ellos habrían sido asesinados. Verdad o mentira, no hay que hacerse ilusiones: el estallido de la violencia interreligiosa es la única cosa segura en el Irak que se acerca a la primavera. Miente quien afirma que tiene claro lo que está pasando en Irak. Es difícil seguir las pistas de una guerra negada a la prensa de todo el mundo. Hay quienes culpan a los estadounidenses de apostar a la guerra civil. Esta interpretación es, probablemente, más el fruto de un prejuicio que de informaciones concretas. Entonces parece más cauteloso interpretar algunos signos suficientemente claros.
Desde el inicio de la ocupación militar, hace dos años, los invasores, incapaces de distinguir la riqueza de la sociedad iraquí, apostaron a la fragmentación de las distintas comunidades. A los aprendices de brujo les parecía más fácil elegir amigos y enemigos, y profundizar las divisiones hasta perder completamente el control. Aislaron a los sunitas y luego intentaron cooptarlos. Antes eran todos terroristas y luego intentaron dividirlos en “extranjeros”, “extremistas”, “radicales” y “moderados”. Se amigaron con los chiitas hasta entender que era Teherán quien manejaba los hilos. Entrenaron escuadrones de la muerte hasta darse cuenta que ni ellos sabían a quién mandaban a matar.
De los ocupantes no llegará ninguna solución. Un importante acuerdo ha sido alcanzado el domingo entre el Consejo de los Ulemas sunitas y los partidos chiitas no ligados a las milicias filoiraníes y contrafirmado por Moktada al Sadr. Mientras tanto el partido Baaz que fue de Saddam Hussein ofrece su interpretación: “Estados Unidos e Irán se están combatiendo en tierra iraquí”.
EL ESTADO QUE SE DERRUMBA. La guerra civil en Irak empezó de manera subterránea hace 30 años. Cuando Saddam Hussein atacó Irán en 1980 lo hizo también –según algunos observadores– por motivaciones internas, para tener las manos libres para enfrentarse a una oposición armada chiita muy fuerte. En el conflicto de 1991 esto se hizo evidente a los ojos de todo el mundo. George Bush padre invitó a los chiitas y a los kurdos a levantarse contra el régimen, y luego los abandonó. El conflicto se volvió subterráneo, salvo eventos públicos en los años noventa como el descabezamiento de los líderes religiosos chiitas por parte del régimen de Baaz. Con la invasión yanqui y la caída del régimen, la guerra civil volvió a explotar. Al inicio fue visible en las distintas posturas de las comunidades frente a la invasión. Luego se radicalizó con la contraposición sectaria, que es lo que está endureciéndose ahora y que toma forma con el “terrorismo”, genéricamente atribuido a los sunitas, y los escuadrones de la muerte que son expresión de los chiitas y del gobierno. Es la cara más sencilla de las tres guerras que están en curso actualmente en Irak. El primer conflicto es entre los sunitas de un lado y los invasores y el gobierno colaboracionista del otro. Otro conflicto opone a sunitas y chiitas a nivel también popular. Es el potencialmente más grave. El tercero es el que enfrenta a los invasores a una parte de los chiitas, a fragmentos del gobierno, a los religiosos ligados a Irán, a las milicias que los estadounidenses utilizaron para mantener el orden, por ejemplo en las elecciones, y que han sido reclutadas entre las milicias del partido religioso chiita de Al Akim, del Sciri, en el ejército del Madhi de Moktada al Sadr, y trabajan codo a codo con los marines y a la vez se hacen incontrolables para éstos. De estas fuerzas salen los escuadrones de la muerte que corresponden a las milicias sunitas.
La población iraquí puede confiar sólo en las tradicionales tribus y en las milicias de carácter sectario. Una situación que más allá de la guerra civil perfila una fragmentación del Estado, ya evidente e inevitable. Lo difícil desde afuera es entender las diferencias entre fuerzas gubernamentales y milicias como las del ejército del Madhi, ya que los que deberían vigilar la preservación del orden y la unidad del país en realidad están ligados a las milicias.
La comunidad sunita está cada vez más dividida. Hay una parte radical de la insurgencia, y una parte moderada, pero hay señales de que también la parte radical está intentando desligarse de los insurgentes extranjeros que tienen como cara visible la red de Al Zarkawi. Los invasores, para intentar recuperar por lo menos la parte más política de la lucha armada sunita, han intentado buscar acuerdos, han pagado importantes coimas a jefes locales en las provincias más rebeldes, buscando por lo menos llegar al aislamiento de los grupos armados extranjeros. Simultáneamente, los mandos militares han abierto una polémica con las milicias chiitas con las cuales hasta entonces habían colaborado, armando y protegiendo a los escuadrones de la muerte.
Los estadounidenses guardan los archivos del viejo régimen, especialmente de los servicios secretos. El gobierno iraquí pretende –sería lo normal– la entrega de esos archivos. Sin embargo los estadounidenses se niegan, temiendo –con toda razón– que puedan terminar en manos iraníes y sean utilizados contra los mismos invasores. Así que el cuadro vuelve a su origen: la invasión, las elecciones realizadas en los primeros días por Paul Bremer, disolver el ejército, tratar a la comunidad sunita como enemiga, imponer ministros llegados desde el exterior junto a los invasores. Las tratativas para el nuevo gobierno serían la confirmación del papel de Al Jafaari, un papel determinante para el joven imán Moktada al Sadr.
La otra cara es el fuerte malestar no sólo de los sunitas sino por primera vez también de los kurdos. Las elecciones del 15 de diciembre han mezclado las cartas. Los kurdos buscan alianzas con los sunitas laicos y con una parte de los chiitas, especialmente con el ex primer ministro chiita Allawi y con los partidos sunitas más dispuestos al diálogo y a la constitución de una coalición antichiita. El kurdo –en los números y en los hechos– es un proyecto imposible; sería volver a la era Saddam de gobernar el país contra el 70 por ciento de su población. Como en una matrioska rusa, la forma de la muñeca externa es igual a la de la más chica que está en su interior. La verdadera cuestión de Irak está entonces en el origen de la formación del Estado nacional iraquí, en su artificialidad neocolonial y en los eventos de los últimos 70 años. El Estado iraquí fue constituido por el colonialismo británico contra su misma población: contra los chiitas y contra los kurdos. El poder fue entregado a los sunitas que necesariamente podían gobernar sólo con dictaduras y represión. Hoy, 70 años después, todos los problemas se hacen evidentes.